Un atleta de
velocidad de cien metros llanos tiene un promedio de vida profesional de quince
años. El atleta de velocidad se prepara, trabaja, se piensa y quiere sentirse,
y quiere ser el más rápido del mundo, es decir, ser la persona que logre
recorrer en el menor tiempo posible esos cien metros. Normalmente una carrera
de esta índole no dura más de diez segundos. De hecho, los records mundiales
están por debajo de esta marca.
El
entrenamiento es arduo, muy duro. Casi siempre ocupa alrededor de unas cuatro a
seis horas diarias, sin interrupción, luego de su trabajo cotidiano o de atender
su estudio. Combina generalmente sus prácticas con gimnasio. Compite en cuanto
torneo pueda presentarse. Se prueba a sí mismo, todo el tiempo. Se supera con
cada milésima de segundo que logra bajar del cronómetro. Se indigna con cada centésima
que sube, aprieta los dientes y cierra los puños. Llora. Se ríe. Aprende. Sale
de los tacos de partida como un rayo, y atraviesa con el pecho la meta cómo una
máquina demoledora podría atravesar fácilmente una pared de ladrillos. Su vida
está ahí, en ese instante, en cada instante, en ese momento exacto, en cada
respiración, en cada latido del corazón que lo acerca más al triunfo o al
fracaso. Entrena durante horas para aprovechar al máximo esos segundos. Su vida
se divide de diez en diez. En el momento de la competencia incluso, es
frecuente que piense que esos diez segundos son sus diez últimos segundos de
vida, de esa fugaz vida de corredor de velocidad en cien metros llanos. Quizá
con suerte si estudia y se dedica pueda ser luego buen profesor de otro
corredor cuando ya no esté en actividad, pero antes que suene el disparo y su
cuerpo reaccione, no puede pensar en otra cosa que correr y rápido. Nunca mira
hacia atrás. No puede volver a atrás. Percibe a los otros corredores, pero su
mirada está puesta en un punto más allá de la llegada. Se concentra. Suda. Piensa
en algo que lo motiva, se da ánimos, intenta que los malos nervios y debilidades
se alejen. Agita sus piernas y sus brazos. Intenta relajarse para disfrutar al
máximo ese espacio. Mira a su entrenador, a sus compañeros y a su familia a lo
lejos, pero nunca puede escuchar lo que le gritan para alentarlo. Cuando está
corriendo su estado de concentración puede ser tan elevado, que mientras lo
hace, no percibe otros sonidos que el de su corazón y su respiración. Recuerda
todos los momentos de su vida en menos de una milésima de segundo, mientras que
en la otra milésima sigue allí a punto de colocarse en su andarivel, presto a
tomar su posición en el taco de partida a la señal del juez. “¡A su marcas!”, y
la adrenalina lo desborda. “¡Listos!”, y la tensión en cada milímetro de sus
músculos y su postura es determinante. “¡Bang!”, y ya no hay tiempo para pensar
que en menos de lo que se puede tardar en leer esta frase ya todo haya
terminado. Miles de horas de entrenamiento simplemente para eso: dedicarse y ser
el atleta profesional más rápido del mundo por menos de diez segundos.
Infinitas veces sufre la derrota, cae, se deprime, se lesiona, pero tantas
otras veces más se vence a sí mismo, se levanta, se recupera. A diferencia de
lo que se cree, un atleta compite más contra sí mismo que con los otros
corredores, con los que solo transcurre un instante. De hecho, su más grande
adversario es él mismo, y el tirano segundero que corre para todos por igual.
No corre por el oro, corre para sentirse vivo. Corre para probarse a sí mismo
que puede; que puede honrar cada segundo que le fue concedido con intensidad.
Corta el viento. Es hijo del viento. Vuela bajo para sentirse en lo más alto. Cada
paso es un obstáculo más que queda tras de sí, y que acorta el camino para
llegar a su felicidad, que es poder comenzar de nuevo la siguiente carrera.
no te imaginas cuanto me hiciste recordar mis tiempos pequeños :) y era asi, ganarse a uno mismo,,,
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