Necesito del
mar. Busco el mar. Y el mar me busca a mí. Una vez al año. Por lo menos. Necesito
tocar la arena, sentir el agua, y volver a mí. A mi lugar, a recargar el cuerpo
con la energía y el caos de las olas. A respetarlas, para que me respeten.
Bucearlas. Sentir la fuerza del agua y del mundo moviéndose. Dejarme dominar y arrastrar
a dónde me quiera llevar; dominarlo. Disfrutarlo. Dejar que cada partícula de
agua me atraviese. Mirar y contemplar la inmensidad del mar, y la pequeñez de
mi humanidad. Y recordar todos los días que no soy más que eso. Que no soy más
que un punto en el espacio, una subjetividad de la materia, una célula, flotando
en el mar, con el mar. Nadar algunos kilómetros y dejar de ver todo punto de
referencia. Escuchar al mundo, y a la naturaleza, la que tanto susurra y no escuchamos
en el bullicio de la ciudad, y en el engaño de la cabeza. Escuchar el silencio,
mi respiración, el movimiento, el latido del corazón. Cerrar los ojos.
Acostarme y mirar el cielo. Jugar con las formas, y la imaginación. Y pensar en
nada. Y pensar en todo. Cantar. Gritar lleno de vida hasta erizar cada
centímetro del cuerpo. Y bailar el ciclo de las olas como una canción y volver
a ser esa nota del pentagrama que desea ser tocada para quedar suspendida en el
viento. Sumergirme a lo profundo y salir casi con la última bocanada de aire
lentamente. Volver a la costa y extrañar de nuevo el mar. Abrazar la arena, el
agua y el viento. Sentir mi cuerpo cansado. El sol en la piel. La sal en los
labios. Ser un pez fuera del agua. Fuera de esa agua persistente. Esa agua que
no entiende de contenciones. Que todo lo abarca. Que filtra a través de las
rocas, las penetras, las parte, las moldea, las hace minúsculos granos, las
desgasta a lo largo de cientos de miles y millones de años. Avanza. Nunca se
detiene. Si se estanca se pudre, pero así y todo permite la vida. Produce vida.
Arrasa con todo. Toma diferentes formas, pero siempre está ahí: en todos lados.
Divide la tierra. Pero permite puentes. Baja de las montañas y llora en sí
misma. Se recicla. Se nutre. Se limpia. Sube, busca su lugar. Estalla contra
las escolleras. Se rompe en mil pedazos y vuelve con más fuerza. Llueve. Se
alimenta de sí. Es un elemento en sí mismo. Sencillo. Transparente. Y cómo todo
lo bueno e incondicional, nunca será tan importante cómo cuando no esté, o esté
tan contaminado que deje ser lo que es. Somos agua. Casi todo y hasta nuestro
cuerpo está formado por ella. Y cuando se siente lejos de sí misma, nos pide
que la bebamos a gritos. La lloramos. La derrochamos. La utilizamos. La
filtramos. La nadamos. La buscamos. El agua busca reencontrarse con el agua. Es
confidente. Es testigo de los besos más dulces, de los abrazos más sentidos, de
las esperas más largas, del frío y del calor, de largas caminatas, de
conversaciones, de naufragios, de viajes, de historias, de secretos, de amores,
de guerras, de todos los momentos de la vida, de los más sublimes, de los más
duros, de los más hermosos. Sueño con el mar y más quiero ser agua. Un pez en
la tierra es un ave en el mar. Las hojas son del viento, mi cuerpo, del mar...
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