Introducción para la lectura de EL
HOMBRE EN MEDIO DE LA VÍA
Tenga
la historia a mano. Si no pudo copiarla con algún medio digital, o grabador de
voz, lápiz, fibra, microfibra, lapicera, mail, carbón, piedra, metal, mensaje
de texto, carta, telégrafo, radio, fotografía o cualquier tipo de reproductor,
hágalo. De lo contrario no podrá continuar. Tan difícil como si quisiera
prender su televisión, y presionara cómodo desde su sofá, el control remoto del
mismo sin siquiera sacar el televisor de la caja recién comprado. Una vez
obtenida su copia llévela consigo doblada. Sea prolijo, cuídela, protéjala con
su vida y muera por ella. Recuerde que cualquiera de las cosas que aquí se
enuncian tiene poco contenido real. No vaya a ser cosa de que lo haga de
verdad. No lo intente sólo en su casa. Salga de la misma, y diríjase a alguna
plaza, patio comunal, o lugar público, o a su escuela, extiéndala y a viva voz
léala o bien apréndala y recítela, o interprétela según se prefiera. Previamente
no se olvide de pedir permiso (cosa que hubiera sido mejor aclarar antes que el
punto anterior), y pida las consecuentes disculpas por las molestias
ocasionadas ya que usted está bregando por un mundo mejor, lo que no es poca
cosa. Invítela a reproducirla, continuar
con esta tradición. Para finalizar, tome la última oración de la historia y
repítala incansablemente mirando fijamente a los ojos a cada uno de los
espectadores, mientras permanece con los brazos extendidos. Esta introducción,
no debe ser leída cómo parte de “El Hombre en medio de la vía” sino que debe
ser un secreto entre usted y yo.
*
PD: De precisar, modifique en cada uno de los casos la palabra hombre por la
palabra mujer o la que fuera, acción mediante la cual, por ejemplo, el título
entonces sería: “La mujer en medio de la vía", y hágalo también con los
debidos adjetivos y demás palabras de connotación masculinas a femeninas y
transgéneros”, solo para mantener la coherencia en la interpretación final. Fin
del comunicado.
EL HOMBRE EN
MEDIO DE LA VÍA
Lo venía
pensando hace mucho tiempo. No podría precisarse cuánto; en qué momento exacto.
Pero ahora estaba decidido, y eso, era lo importante. Tampoco importaba que
todos en el pueblo se le rieran en la cara, nadie lo tomaba en serio. – Es un
loco -, decían. – Es un bromista -, apuntaban otros. Algunos más alarmistas
gritaban: - Es un suicida -. Otros más alentadores clamaban: - Es una mentira
-. Los escépticos rezaban: - Es un imposible - . – Nunca va a lograrlo -. A
otros tantos le daba igual y tantos más ni sabían de la historia. Apenas a
veces una que otra mujer u otro hombre, y no por mucho tiempo, siempre cuidando
que nadie los viese juntos, se le acercaban a preguntar. No iba a ser cosa que
los tildaran de cómplices, faltaba más. Esos pocos le espetaban susurrando: -
¡¿Es verdad lo que se dice en el pueblo?!
¡¿Por qué va a hacerlo?! ¡¿Tiene miedo a la muerte?! ¡¿Por qué se quiere
morir así?! ¡¿Por qué no lo piensa mejor?! ¡¿No cree que haya otra manera?!
¡¿Por qué no desiste?! ¡¿No piensa que esto una locura?! ¡¿En qué mundo vive?!
¡¿Qué piensa su familia?! ¡¿Piensa en su familia?! ¡¿Tiene familia?! ¡¿Lo ha
pensado por mucho tiempo?! ¡¿Por qué no habla con el cura Pedro?! ¡¿Ha ido al
médico?! ¡¿Va a parar el tren usted solo?! ¡¿Eso es lo que pretende?! ¡¿No teme
que la policía pueda llevarle?! ¡¿Cuál es la razón por la que va a hacerlo?!
¡¿Fama?! ¡¿Egoísmo?! ¡¿Proeza?! ¡¿Altruismo?! ¡¿Por la paz?! ¡¿Por dinero?!
¡¿Por amor?! ¡¿Se siente mal?! ¡¿Está triste, deprimido?! Silencios. Nunca
contestaba una sola pregunta, solo los miraba fijo a los ojos sin decir
palabra, hasta que cansados de no recibir la respuesta que esperaban, se
retiraban ofuscados y confundidos, y hasta repartiendo improperios. Mucho se
decía de él. Lo típico: “Pueblo chico, infierno grande”. Que tenía hijos. Que
no los tenía. Qué era prófugo. Que había dejado a su familia por un amor
prohibido y que este no lo correspondió finalmente. Que era un agitador, que
era un pacifista. Que era sordo. Que era mudo. Que era un hombre de un pueblo cercano
que había enloquecido. Que era un ermitaño. Que era antisocial. Que había sido
un hijo de un militar, y destrozado por la muerte de su familia, se había
refugiado en sí mismo. Que era anarquista. Que era un escritor frustrado, que
era un sindicalista que había sido arrancado de su puesto denunciado, que había
sido un hombre con poder y riqueza, y que todo lo había perdido. Que habría
sido payaso y acróbata de un circo que había desaparecido hace algún tiempo. De
todo se decía, se decía tanto que ya a nadie le movía un pelo si vivía o moría.
Hasta que un
día, el hombre apareció de brazos abiertos en medio de las vías del único tren
que pasaba por aquel pueblo. Parado sobre uno de los tablones de vieja madera,
esperaba la llegada del tren. Puntual como siempre, el convoy pasaría cerca de las
siete de la tarde, cargado de piedras, que provenían de la cantera del pueblo,
llevándose el trabajo, el sudor, y dejando nada más que muertos y dinero en los
bolsillos de unos pocos. Esas piedras que transportaba a diario, servían para
alargar más las venas de acero tierra adentro y continuar su camino sin detener
su marcha. Dando vida y a la vez quitándola, como si fuera un rey. Todos
empezaron a pensar entonces, que era un explotado por los dueños del terreno que
generosamente habían comprado por una módica suma al comisario del pueblo, que
hacía las veces de intendente, y manejaba cuanto negocio habido y por haber.
Otros pensaban que era un boicot preparado por un grupo de personas cansadas de
esta injusticia y ejecutado por las manos de este temerario. Nadie creía lo que
se proponía hacer este hombre. Todos hablaban de él, pero nadie mediaba
palabra.
Lo que en
verdad se sabía a ciencia cierta es que no se sabía nada que alguno pudiera
comprobar realmente. Ni causas, ni motivos, ni quién era, ni por qué. Dudas y
más dudas. Pero el hombre seguía ahí esperando mientras la gente del pueblo
comenzaba a amucharse a un lado y al otro del pie de la colina, para observar
el espectáculo. Las conjeturas proseguían: - ¡¿Nadie va a impedirlo?! ,
preguntaban. ¡¿Qué lo detengan?! ¡¿Qué lo fusilen?! ¡¿Qué lo eduquen?! ¡¿Qué lo
castiguen?! ¡¿Qué lo perdonen?! ¡¿Qué lo llamen?! -. Todos hablaban pero nadie
decía nada, y mucho menos hacían. Todos también esperaban. Mientras, la columna
de humo y la bocina del tren se hacían paisaje a lo lejos, avanzando con
velocidad constante, cortando el viento y el aliento de todos en el lugar. De
todos menos de él. Él parecía convencido. Niños acostados en el pasto miraban
con asombro lo que parecía sacado de un cuento o de una película, los
periodistas del único diario se relamían por la noticia que tendrían, el
maquinista transpiraba de impaciencia, los explotados gritaban apoyándolo,
mientras los ricos y los comerciantes sentados en sillas con sus familias sobre
la base de uno de los lados de la colina, se sacaban fotos para la posteridad que después venderían a los diarios y mostrarían a sus familias. Y el tipo
seguía ahí como un monumento, pecho henchido y mirada fija en la mole rodante
respirando con naturalidad, con sus brazos extendidos cual crucificado, ahí,
sólo. El viento lo azotaba fuerte queriéndolo mover, pero él indiferente seguía
allí. A esas alturas todos aguardaban lo peor, algunos se agarraban la nuca con
ambas manos, otros se tapaban la boca, otros volteaban la mirada, pero
esperaban el sonido de los huesos rotos y quizás algún grito. Otros miraban
atónitos su intransigencia. Otros apostaban que a último momento se correría,
pero no. La figura de aquel hombre con el atardecer de colores anaranjados,
rojizos y violáceos parecía la más hermosa y a la vez trágica pintura que nadie
allí hubiera podido describir jamás. El maquinista sonaba con mayor insistencia el
quejoso tren, sin aminorar la marcha, pensando que el hombre se correría.
Saltando a último momento, rodando colina abajo tras no aguardar convertirse en
un verdugo cobarde, el maquinista se arrojó. Y el tren pasó.
Todavía hay
quienes afirman que murió al instante, otros, que el golpe lo sacó disparado y
murió ahogado en el lago al otro lado de la colina, aunque nunca se rescató
ningún cuerpo. Algunos decían que el tren se lo tragó, y que enganchado en
partes por debajo, se lo llevó hasta descarrilarse en el viejo puente que
conectaba al pueblo con el siguiente. Otros comentaban que a último instante se
arrepintió de su hazaña y se ocultó entre los arbustos hasta que la muchedumbre
se disipara, pero ninguno de los que fueron a ver si vivía o moría, vieron
sangre o lo encontraron con vida. El hombre desapareció. No había cuerpo, nadie
lo reclamó, nadie lo halló durante el rastreo. Algún religioso le erigió una
pequeña cruz al costado de la vía, que nunca más vio pasar un tren. Todo el
pueblo descreía de lo que habían visto. Muchos aseguraban haber presenciado el
impacto cuando fue embestido; los tildaban de locos. Pero lo cierto, es que el
pueblo despareció también con el paso del tiempo, la mayoría se fue a las
grandes ciudades luego de que la cantera que explotaba a casi todo el pueblo
tuviera que cerrar por que ningún tren ni maquinista quería ir a su encuentro.
Se decía que todo el pueblo había también enloquecido tras el episodio y que
uno a uno fueron lejos a hacer nueva vida. - El pueblo había sido maldecido por
aquel hombre- , arriesgaban en los pueblos cercanos.
Lo aún más
cierto es que en otro pueblo próximo aún hoy dicen que el hombre está vivo, y
que compra el pan, y que trabaja en una fábrica, y que todos los días va a la
plaza, que saluda atento a sus vecinos, y que cada tanto lo ven caminando por la
vías o parado en medio con los brazos extendidos.
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