Soy mecánico de relojes. Lo que comúnmente la gente conoce y conocía como relojero. Digo conocía porque ahora ya no nos conocen tanto. En esta sociedad moderna, los relojes, en su gran mayoría, son confeccionados por las precisas manos de algún oriental, como casi todas las demás cosas. Por lo que mi oficio, como el de tantos otros, se ha visto menospreciado y desplazado por nuevos y novedosos aparatos que consumen cuanta pila o batería pueda también producirse, durar algunas semanas (con mucha suerte), y ser arrojados a la basura o bien perdidos en algún cajón de mesa de luz, olvidados. Paradójicamente sale más caro repararlos o intentarlo que comprar otro nuevamente para repetir el ciclo.
Los relojeros,
como estos relojes, estamos en extinción, y no hay asociación, federación, liga
u organización que se preste a denunciar, luchar y recomponer el problema que
genera tal atrocidad.
Todos las
personas hablan de la asociación por los derechos de los animales que viven en
la calle, otros de defender osos en el ártico, otros más por el hambre en el
África pero nadie se da cuenta de que estamos desapareciendo, a nadie le
importa. No estoy diciendo que lo que aquellas personas (y también me incluyo),
evidenciamos, protegemos o abogamos por ello, sea una cuestión banal, pero tratándose
de mi leitmotiv es imprescindible que sea tenido en cuenta.
Un viejo amigo
siempre me consuela con aquel dicho que dice: “Cuando el temblor sea en su
casa, entenderán lo que a otros les pasa”. Pero esto sigue sin solucionar mi
situación.
Nací en una
familia con por lo menos cinco generaciones de trabajadores en este oficio,
desde cuando funcionaban a cuerda y había que ajustarlos periódicamente, hasta
aquellos que por el maravilloso efecto de un balancín generaban la energía
necesaria para su funcionamiento perpetuo; obras de micro ingeniería, trabajos
artesanales de una precisión y dedicación incalculables. Sistemas, máquinas
perfectas de una calidad impresionante.
Me arriesgaría
a decir que en el país no debe haber más de veinte o treinta personas, siendo
muy generoso, que deben realizar este grato oficio con el empeño de antaño.
Muchos hemos devenido también en simples vendedores o joyeros de estas nuevas
fantasías que la gente gusta adquirir.
Disculpe que
esté un poco negativo y apesadumbrado al respecto, pero cuando escuche la
historia que le voy a contar, me comprenderá.
Cuando nací,
al igual que todos en mi familia, fui bendecido con un obsequio. Un reloj. Pero
no cualquier reloj. Este reloj fue confeccionado por las propias manos de mi padre, como el suyo lo fue por las manos de mi abuelo siguiendo así la
tradición. Imagine ahora cual es para mí y cual sería para usted el
significado. Tómese un momento. Tómese todo el tiempo que considere necesario en
recrear la situación en su mente. ¿Lo ve? ¿Me entiende ahora?
Todo en la
vida está íntimamente relacionado con esto. Piense: la vida tiene una duración
determinada por un tiempo; “hay que saber llegar a tiempo”; “todo en su tiempo
y forma”; los trenes, su serie de televisión favorita, escribir, leer, el
dinero, su trabajo, el día, la noche, usted y yo, todo. Todo está relacionado
con el tiempo. Lo bueno es que cada tiempo es distinto, y siempre todo valdrá
la pena o no dependiendo de lo que hagamos con ese tiempo. Hasta dejarlo
transcurrir sin hacer absolutamente nada útil podría ser considerado brillante
dada la situación de esta vorágine en la que vivimos.
A veces creo
que me acordé de todo esto demasiado tarde para la edad que tengo, que ya estoy
muy viejo y esas cosas, otras veces no tanto.
El verdadero
problema lo tuve hace tres meses, saliendo de mi negocio, a eso de las nueve de
la noche. Un tipo alto y que no podría reconocer (porque me encontraba de
espaldas a él cerrando la puerta), pero cuya silueta oscura se reflejaba en el
vidrio frente a mí, solicitó amablemente mis pertenencias, a lo que accedí de
igual modo a entregárselas, con tal mala suerte que al sacar todo al mismo
tiempo, de los bolsillos de mi saco, saqué también mi reloj, rodando este abajo
y estrellándose en mil pedazos.
El hombre se
fue tranquilamente hasta perderse en los suburbios. Yo me quede solo llorando,
mirando con congoja mi reloj.
Tres meses he
estado queriendo repararlo y hasta logré reconstruir y fabricar con mis manos,
como cotidianamente lo hago con otros trabajos, algunas de sus partes. Sigo sin
hacer que vuelva como antes a dar la hora precisa. Adelanta o atrasa, pero
nunca está de acuerdo, digo, de a cuerda. Lo envié recientemente a un amigo, muy
amigo mío, también viejo médico y mecánico para que lo reparase. Y hace un
instante, me ha enviado noticia en estas pocas líneas que quiero leer con
usted:
“Amigo: ¡Cuánto
lo aprecio!, mucho le quiero y agradezco esta confianza y amistad que nos ha
unido por tantos años, le escribo esta carta con lágrimas en los ojos, no
pudiendo subsanar su problema. Quizá si antes hubiera venido podría haber hecho
algo más, pero lamentablemente su reloj dejará de funcionar seguramente mañana
cuando esté leyendo esta carta”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
¿Qué sentiste?